jueves, noviembre 09, 2006

Camino...

Caminé lentamente con el fin de sentir que en cada paso que daba el tiempo transcurría más rápido. “Hacer tiempo”, se llama eso en buen chileno. Necesitaba hacer tiempo para juntarme dos horas después con mi tata, que a último minuto decidió retrasar la hora de encuentro.
El sol se hacía mi amigo. 
Quise desafiar la mañana gris y sólo salí con camiseta corta, una falda y los dedos de mis pies descubiertos. Sabía que el sol saldría, sabía que cualquier otra prenda sería innecesaria, después de todo es primavera en este rincón del mundo y yo quiero creer que los fríos últimos días eran sólo una forma de despistar y sorprender la salida mágica del sol.
La gente sudaba, se veía cansada, caminaba jadeante, más lento. El tiempo parecía no existir.
Miraba cada una hora el reloj, pero el minutero sólo avanzaba medio milímetro. Entonces me puse a cantar imaginariamente. Supuse que después de cada canción habrían pasado al menos 3 minutos. 
Para ayudar más aún el avance de los segundos entré a cada casa comercial y negocio que vi, pensando que algo llamaría mi atención y al no estar pendiente del segundero, sin darme cuenta, ya serían las 15:30.
Miré a los pintores en la Plaza de Armas. Analicé cada cuadro, cada réplica de Guayasamín, Van Gogh, Picasso y Dalí que fui capaz de reconocer. Me detuve en un restaurante a tres metros de aquel interesante grupo de artistas, que años atrás había sido otro negocio que no pude recordar. Entonces me cuestioné si realmente era yo una mujer despistada o la ciudad cambiaba tan constantemente de aspecto que no alcanzaba a acostumbrarme a una imagen especial de ella.
Mientras un grupo de argentinos tomaba con seductor placer una taza de café, el mesero comenzaba a retirar los platos con los restos de lo que había sido un gran banquete... un gran banquete, curiosamente sólo a cinco metros de la Catedral, con al menos cuatro indigentes pidiendo dinero al borde de los majestuosos portones para echarse algo a la boca, con un hombre deforme a las puertas de la iglesia que descubría su torso para mostrar la gran joroba que tenía en medio de la espalda y, al mismo tiempo, murmuraba algo obsceno a una mujer que pasaba a su lado.
Aquella calle es muy concurrida, cada día está colmada de transeúntes y artistas. Es punto de encuentros, cuna de actores callejeros que deleitan con sus más variados shows cómicos y musicales. La plaza está rodeada de viejos edificios, cada uno con características especiales.
Me detuve por un instante en una pareja que cantaba ópera al compás de una pista instalada en una pequeña radio en medio del pavimento. Muchas personas los rodeaban y les dejaban monedas en un sombrero situado al lado de la radio. La pareja disfrutaba, se percibía el placer de compartir sus delicadas voces con la multitud.
Y así estuve eludiendo la mañana y parte de la tarde, detenida en los detalles, en las personas, en los lugares. Algunos con más de un siglo de historia, otros más nuevos.
Y cuando el reloj por fin avanzaba, comencé a caminar en busca de mi abuelo, ese abuelo que muchos quisieran tener. Un abuelo que baila tango y tiene novia. Un abuelo que recita poemas escritos por él. Un abuelo que regala dinero a sus nietos, aún cuando ya dejaron de ser niños hace mucho. Un abuelo que ojalá viviera eternamente...